¿Por qué nos gusta tener miedo?


A partir del auge de la literatura gótica a finales del siglo XVIII, el terror se convirtió en género. Un hecho demuestra su vigencia: en todas las épocas posteriores podemos encontrar alguna narración espeluznante convertida en fenómeno de masas. Desde los clásicos Drácula o Frankenstein hay un continuo que culmina, de momento, en el auge de las actuales series de terror –The Walking Dead,American Horror StoryPenny Dreadful…– y taquillazos como Paranormal Activity 4, que recaudó más de cien millones de dólares en su estreno a pesar de que se creía una fórmula agotada. 
La pintura, los parques de atracciones, la música y el cómic también nos han invitado en los últimos años a seguir pasándolas canutas sabiendo que muchos responderían a la llamada. ¿Por qué?  Como ocurre con todo fenómeno psicológico masivo, confluyen distintas causas. 
Uno de los factores más citados tiene que ver con la hiperactivación física. A menudo se explica afirmando que quienes disfrutan de tales sensaciones solo experimentan una descarga de adrenalina, no miedo de verdad. Nuestro mecanismo cerebral de alarma se sitúa principalmente en la amígdala, un centro del sistema límbico, el encargado de reaccionar ante las emociones. 
Experimentos como los realizados por Daniel Schacter, profesor de Psicología de Harvard, en EE. UU., demuestran que los pacientes con daños en esa árearecuerdan la asociación entre ciertos acontecimientos y un estímulo negativo, pero no perciben ningún efecto emocional. Cuando se activa, genera reacciones fisiológicas como el aumento de la tensión arterial y del metabolismo celular.
También conlleva una liberación de catecolaminas, grupo de neurotransmisores donde se hallan la adrenalina y la dopamina y que es responsable de la sensación de euforia que experimentamos tras pasar un mal rato.
En la misma línea, el investigador Jeffrey Goldstein, profesor de Psicología Social de la Universidad de Utrecht, en Holanda, sostiene que el género de terror proporcionaría un entretenimiento violento aceptado socialmente. Se trata, en definitiva, de activar las hormonas extremas –testosterona, adrenalina, cortisol…–, y una forma de conseguirlo es sentir escalofríos y angustia en una situación controlada. 
Los partidarios de esta teoría nos recuerdan que las historias de canguelo han permitido, desde tiempos remotos, liberar sentimientos “políticamente incorrectos” incrustados en nuestro hardware biológico. Un ejemplo es la venganza: la historia de la víctima que vuelve de entre los muertos para ajustar cuentas se ha convertido en un tópico. Disfrutamos con la adrenalina que genera ver al fantasma justiciero en un ámbito en el que están permitidas ese tipo de bajas pasiones.

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